
Después de años de trabajar en diseño gráfico, he aprendido algo que al principio me costó aceptar: el cliente muchas veces no sabe lo que quiere… y eso no está mal.
No todos los clientes entienden de teoría del color, retículas, tipografía, branding o concepto visual. Algunos simplemente saben que quieren “algo bonito”. Otros tienen una idea fija que sacaron de Pinterest o de una moda pasajera. Hay quienes llegan diciendo “quiero un logo sencillo” y a las semanas piden rediseñarlo porque vieron a alguien más con una identidad diferente. Hay otros que nunca terminan de estar conformes y entran en un bucle de cambios infinitos. Y claro, también están los que piden algo que, sinceramente, no funciona ni comunica lo que debería.
Y aunque puede ser frustrante, aprendí que mi trabajo no es solo ejecutar lo que el cliente pide, sino interpretar lo que realmente necesita, incluso si aún no lo tiene claro.
Como dijo el diseñador Massimo Vignelli, creador de marcas icónicas como American Airlines:
“El diseño no es arte. El diseño es un proceso de planificación con objetivos.”
Y parte de ese proceso es traducir una idea vaga o poco clara en algo estratégico, funcional y con sentido.
Entonces, ¿cómo tratamos a esos clientes que cambian de opinión, que se enfocan en lo superficial o que simplemente no saben expresarse?
Primero, con empatía y paciencia. Porque no es obligación del cliente saber lo que nosotros estudiamos y practicamos durante años. Segundo, con educación sutil. Una pequeña charla al inicio del proyecto puede marcar la diferencia. Mostrar ejemplos, explicar qué es un buen logo, por qué importa la coherencia visual, qué es una identidad de marca y cómo se construye a largo plazo. No se trata de dar una clase formal, sino de sembrar una semilla de comprensión. También es clave establecer límites claros desde el inicio. Definir cuántas rondas de cambios se permiten, tener contratos que especifiquen entregables y tiempos, y sobre todo: guiar al cliente sin imponer, pero sin dejarnos arrastrar por cada impulso. Al final, el valor real del diseñador no está en hacer lo que se le pide sin cuestionar. Está en mejorar la visión del cliente, en ofrecer soluciones que realmente funcionen, en defender decisiones con criterio y experiencia.
Porque muchas veces, cuando logramos conectar con esa necesidad profunda que el cliente ni siquiera sabía que tenía, es cuando nace el mejor trabajo. Y sí, tal vez no lo agradezcan al principio. Tal vez al comienzo quieran algo “más bonito” o “más parecido al de otro”. Pero con el tiempo, cuando ven que su marca comunica, crece y se sostiene, entienden que no solo les entregamos un diseño… les entregamos visión.
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